EL DESPERTAR: CRÓNICAS SETENTISTAS DE UN MILITANTE PERONISTA
Antes de la Masacre de Ezeiza, Perón ya había vuelto a la Argentina. Ese día de intensa lluvia, Carlos se bautizaría peronista. Proceso que culminaría con su detención en 1978, una conversión espiritual y la autocrítica a la lucha armada
- Por pedido expreso de la fuente se utilizaron nombres ficticios a fin de preservar los datos personales y el anonimato de esta
Las movilizaciones eran masivas a todos los niveles, sindicatos, estudiantes, barrios populares. El agotamiento de 18 años de proscripción de peronismo había llevado a la dictadura de turno a claudicar y dejar venir a Perón del exilio.
Dieciocho años de prohibición no pudieron cambiar el profundo significado, que la justicia social y su nivel de bienestar, había despertado en los sectores populares y mayoritarios de la Argentina una identificación total con su líder Perón y su movimiento “el peronismo”.
Carlos estaba por cumplir 18 años y había heredado la costumbre de la lectura matutina del diario de su padre, un inmigrante de la zona de los Balcanes. De esos pueblos, de siglos de lucha, que se habían levantado una vez más de la sumisión al que intentó ponerle la horda nazi, en la segunda guerra mundial.
Como joven llegado en 1920, el padre de Carlos, Iván, mantuvo sus lazos de sangre en la clásica comunidad de inmigrantes que mantenían en la Sociedad Mutual. Pero Carlos no se asociaba a la realidad de un pueblo lejano, que respetaba como el país de sus ancestros. Él se sentía más argentino que el ombú, el mate y el asado.
Por eso, en esa costumbre de leer el diario matutino encontró un despertar impensado. El 17 de noviembre de 1972 volvía Perón a la Argentina, decían los titulares del diario. Y dentro de él, se movilizó la idea de rebelión adolescente de no ver ese día en las páginas de los diarios, sino vivirlo personalmente.
Y allí fue, con un grupo de amigos del barrio encabezados por la barra brava del club de fútbol que seguían todos religiosamente. No era un grupo político, era la hinchada de los domingos que, como buena hinchada de esa época, era profundamente peronista.
Carlos no era peronista, pero se sentía nacionalista -en el buen sentido-. Su padre, por su realidad de origen, su país lejano y la guerra que ese pueblo luchó y venció, era comunista. Carlos amaba su país, y a su bandera, las únicas banderas rojas que aguantaba eran las de Independiente, el club de alguno de sus amigos, nada más.
Así empezó… como una aventura por encontrarse con gente joven como él, para divertirse un rato y mostrar un poco de rebeldía. Pero jamás imaginó lo que iba a ver y cómo esta experiencia cambiaría su vida para bien y para mal, ni hubiera pensado que se habría conmovido de ese modo y enamorado de una causa, que a pesar de todos los niveles de represión que tuvo, nunca pudo ser callada.
Para llegar hubo que caminar horas y horas por las calles y las avenidas de la ciudad, bajo la lluvia, rumbo al Aeropuerto de Ezeiza. A medida que iba llegando, más gente aparecía y Carlos más iba despertándose y encontrando la respuesta a esa inquietud que siempre tuvo, pero no entendía.
No encontró centenares de jóvenes como él jugando una aventura adolescente sino que, ante cada imagen que aparecía, más se conmocionaba. Había jóvenes, pero eran sólo una parte, la otra gran parte era gente mayor que caminaba empapada bajo la lluvia, sin importarles el amedrentamiento por medio de tanques y soldados que había puesto la dictadura de turno.
Gente mayor, humilde y bien vestida, hombres y mujeres de todas las clases sociales y esa imagen que se grabó en su retina a fuego y que lo identificó por siempre con el peronismo. Dos mujeres cincuentonas, vestidas con el mejor trajecito tipo sastre como el que usaba Evita, absolutamente mojadas, agarradas de la mano caminando con una cara de felicidad que parecía que un sol las rodeaba como una aureola solamente a ellas. Cantando, felices, porque volvía aquel que les dio la identidad de la dignidad por ser solamente y nada menos que trabajadoras.
Los jóvenes que esperaba ver Carlos, desaparecieron. Como desaparecieron las mayores, los viejos, los chicos, las chicas, las mujeres, todos habían desaparecido. Todos se habían mancomunado en lo que nunca dejaron de ser, un pueblo que fue en busca de su líder. Si ese pueblo no renunció a su jefe, a pesar de todo lo sucedido, Carlos se dijo: “Este es mi lugar, junto con mi pueblo. Soy peronista más por corazón que por razón. Por sentimiento que por interpretación intelectual». Ahí, bajo la lluvia, Carlos se bautizó peronista.
Y de ese modo, comenzó todo. Al llegar a la universidad que cursaba se contactó con la Juventud Universitaria Peronista (JUP), y empezó con las reuniones, panfleteadas y pintadas.
Un día, ya que nadie se animó a subir a hablar en una de las tantas asambleas, Carlos encaró y dijo voy yo. No tenía ni idea que iba a decir y le temblaban las piernas, las primeras palabras las balbuceó, las siguientes, salieron claras y a los pocos minutos, la oratoria firme y decidida, bajaba línea, contestaba chicanas, marcaba propuestas, encontrándose con la multitud en una misma identidad, con la cual no hacía discursos, sino dialogaba.
Así, el adolescente que fue a buscar una aventura para no verla en las páginas de los diarios, se convirtió en un militante tiempo completo. Eso requería otras tareas y compromisos. La JUP era el brazo universitario de Montoneros, y como tal, los militantes ya no solo hacían pintadas: se cortaba calles y se emprendían acciones cada vez más violentas.
La época se puso horrible, la romántica militancia inicial ya era una pesadilla que cada día que pasaba se ponía más trágica, los conocidos empezaron a desaparecer y después los amigos directos. Caminar por la calle implicaba desconfiar de cada baldosa que se pisara, de cada puerta oscura y de cada auto.
La peor experiencia de Carlos fue una noche, a eso de las 11, regresando de la facultad, se baja del colectivo para ir a su casa, tenía que caminar a lo largo de un paredón de casi 100 metros. Noche oscura, pocas luces, y un par de autos vienen de contra mano, pasan y dan la vuelta en la misma cuadra. Totalmente paralizado por el pánico, siguió caminando al mismo ritmo sin pensar. Las luces de los autos al dar la vuelta proyectaron la sombra de Carlos sobre el paredón, una sombra que se iba estirando de donde Carlos estaba, se sentía suspendido en el aire pero caminando. El instinto de conservación le hizo no dar vuelta la cabeza, no correr, y si se hubieran medido todos los pasos que hizo a lo largo de ese paredón, debieron ser milimétricamente iguales. Cuando llegó a la casa estaba temblando, pero lo disimuló lo más posible para no preocupar a su madre.
La militancia se hizo cada vez mas insostenible porque no había forma de reunirse, de encontrarse, las caídas eran permanentes, y la discusión política pasó a segundo lugar. Los centros de reunión seguros duraban poco, y ya era imposible coordinar nada. Carlos siguió con la universidad hasta que cayeron dos compañeros y ahí se terminó. Con encuentros mas esporádicos y un nuevo lugar de militancia, que lo llevaba a vivir viajando en tren, lo cual era una locura, siguió haciendo lo que se podía por compromiso personal, pero por más razones políticas que se hablaran, todo cada vez tenía menos sentido porque eran todas acciones suicidas.
Voluntarismo puro ante una máquina muy bien preparada para la destrucción de aquellos que transitaban ese camino de lucha por ideales razonables, pero método totalmente equivocado y con una conducción traidora que los entregaba a la muerte segura, para garantizarse su vida.
La caída de ese grupo lo llevó a esconderse por unos meses en la casa de unos familiares del Interior, con la excusa de que al ser electricista venía a hacerle esa parte de la obra de la casa que estaban construyendo. Sin embargo, en ese pueblo lo conocían, fue muchas veces, nadie preguntaba nada, pero todos suponían algo. En ese momento, esconderse en lugares alejados de las grandes ciudades era una práctica habitual de quienes eran buscados.
Terminado el trabajo, paró en otras casas, pero no era posible vivir así. Viajó un poco, como de vacaciones y volvió a su casa.
Pensando que el paso del tiempo podía ir haciendo olvidar su persona, consiguió un trabajo y comenzó de nuevo la universidad en otra sede, donde no era tan conocido. Así paso el tiempo, pero no la inquietud de ser detenido.
En marzo de 1978, un auto se estaciona afuera de su casa, pregunta por él, por un tema de “drogas”, que los tiene que acompañar. Carlos calma a los visitantes diciéndole que está bien, tranquiliza y se despide de su madre y sube al auto con ellos.
De ahí en más, Carlos no cuenta más nada, simplemente dice que se hizo una lobotomía, pero contesta dos cosas. Primero, que es un peronista bautizado bajo la lluvia del 17 de noviembre de 1972, en el regreso del General. Y segundo, que se recibió de peronista, con grilletes en los pies, esposas en las manos y tabicado. Agradece a Dios que duerme todos los días tranquilo con su conciencia en paz, después de haber pasado esa experiencia.
A los meses de haber sido liberado se bautizó en la Iglesia de Santa Rita, en una especie de redención para volver a comenzar. Lo que supo después del bautismo es que el día de Santa Rita es el 22 de Mayo, el mismo día del cumpleaños de su madre.
Dejó de militar, completó su carrera universitaria, mantiene los mismos ideales, pero reniega y lamenta profundamente el camino de la violencia de esa época que tantos muertos produjo.
El destino y sus extraños vericuetos lo llevaron a encontrarse con sus captores nuevamente, con quienes se abrazó.
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Editor jefe en El Punto Medio, especialista en periodismo de investigación, con experiencia en gráfica, radio y portales digitales.
Periodista y Lic. en Comunicación Social por el Colegio Universitario de Periodismo (CUP) y la Universidad Católica de Santiago del Estero (UCSE).